La confusión en aquella habitación se hacía más evidente mientras el paraguas de Hilda mojaba al Sacerdote, y cerrando la puerta, éste la invitaba a la mesa. Ahora, sentados los tres a esa hora de la madrugada, no le quedaba más al Padre Daniel que rendir indagatoria. Los ojos de Hilda eran negros profundos, y lucían ansiosos, como queriendo saber qué ocurría. Juan por su parte, tenía ya la nariz roja de tanto estornudar y el malestar le hacía ver un rostro insoportable.
Pero el rostro del Padre era el mas inquieto de todos: luchaba con no sabía qué y tratando de recordar quién sabe qué, al escuchar esas dos fechas justamente un 19 de agosto. Los espectadores de aquella audiencia clamaron respuestas al unísono, mientras el barullo traía de vuelta al Padre de quién sabe dónde.
Se tomó el último sorbo de café cual trago amargo y empezó a hablar. Se notaba un tanto nervioso pero con bríos de elocuencia. Dirigió la mirada sobre Juan siguiendo el orden de las emociones vividas. Empezó diciendo: “En 1984 yo vivía en mi pueblo natal. Acababa de salir del seminario y no tenía 3 meses como Párroco de
“Cierto día ocurrió que yendo hacia
En ese instante el Padre Daniel se levantó y fue a buscar un rosario que se encontraba colgado en la cabecera de la cama, y exhibiéndolo sin austeridad retomaba de nuevo el relato: “el sudor se deslizaba sobre mi cara mientras corría cual gacela en peligro y aquéllas cruces y rosas quedaban atrás. Luego de tremenda agitación y tanta correndilla, al fin pude llegar al templo. Las incongruencias de todo lo que me había sucedido pasaron inadvertidas cuando tuve un encuentro que, como dije antes, marcaría mi vida”.
Hilda y Juan se encontraban un tanto inquietos con el relato del sacerdote y como si esperasen la noticia de sus vidas, lo devoraban con sus ojos exigiéndole más: “al llegar a la escalinata del templo vi el rostro mas hermoso que haya visto, la luz resplandecía sobre si, y la paz alrededor era sublime tanto como para derrumbarse y sacar del corazón el amor que fluía sobre mi: era nada más y nada menos que Nuestra Señora de Fátima y esperaba por mí para que llevara un mensaje de paz, amor y bienaventuranzas a todos los desamparados del lugar”.
No tardó en acotar Juan, pues sabía que el 19 de agosto se había aparecido Nuestra Señora a los tres pastorcitos y no demoró en preguntarle el por qué justamente hoy se hallaban frente a él y con fechas extrañas e insignificantes hasta ahora, pero el Padre tenía algo que dejaría a aquéllos absortos: “este rosario me lo entregó Nuestra Señora y tiene algo muy particular”, y entregándole el rosario a Juan le pidió que leyera en voz alta la inscripción sobre la medalla, y al verla, el rostro de Juan palideció y al cabo de unos minutos susurró: Juan de los Enfermos.
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